- Néstor Vive -

23:53


Hace unos días me puse a jugar a crear en el Photoshop. Soy bastante mala, pero me resulta terapéutico sentarme unas horas delante de la PC y dedicarme a volar.
Cuando hago esto, que últimamente es cada vez más habitual, me pongo un poco de música para descontracturar. El momento se vuelve perfecto. Posta, no podría añadir nada más. Lo pienso y se me pone la piel de pollo de tan solo recordar la sensación de ese preciso instante. Es la combinación ideal que marca todo lo que está bien en esta vida; como el sol y la brisa fresca, el amanecer y el sonido de los pájaros, el Fernet y la Coca, etc, etc, etc.
Por lo general intento variar de géneros musicales, pero a decir verdad me volví monotemática: no puedo salirme de mi lista de reproducción con temas de Víctor Heredia, León Gieco y la Negra Sosa.
En plena actividad, percibo que mi compañera me está observando hasta que irrumpe el silencio para decirme, y cito: "escuchás la música que escucharían tus viejxs". Entonces le devuelvo la mirada y noto que es verdad. Sonrío y asiento, todavía reculando ante su comentario.
Quizá ella no se dio cuenta de la profundidad que tuvo su acotación, pero para mí lo significó todo. Porque sí, tengo 27 años, y escucho la misma música que escuchan -o escuchaban- mi madre y padre. La música con la que básicamente me crié. La música que, posiblemente, escucho desde que soy un embrión no abortado. La música que me remonta, realmente, a mis mejores momentos: tardes en mi casa de crianza, mediodías cocinando, Diciembres armando el maldito árbol de Navidad, viajes en el auto, bajar en brazos de mi viejo cuasi dormida el día de mis 15, con “Carito” sonando de fondo, y mi familia llorando a moco tendido.
Todavía me acuerdo como si hubiese sido ayer la vez que me enteré de que León iba a tocar gratis en Olivos. Era un sábado a la noche del 2004. Tenía 13 años. Entonces le pedí a mis viejxs que lleváramos un alimento no perecedero y que fuéramos. Alta noche. Nos llevamos una manta e hicimos un picnic nocturno. Isabel, Eduardo, unos mates y León Gieco sonando de fondo. ¿Qué más podía pedir?
En un momento miro a mi vieja, que estaba detenida en mí, sonriendo. Obviamente le pregunté qué le pasaba. No necesitó decirme mucho: sintió admiración. 
La admiración es esa plenitud que sentís en el pecho, como si el corazón estuviera a punto de salirse de tu propio cuerpo. Es ese instante en que no podés contener la felicidad por estar vivx. Es una mezcla de euforia y orgullo, pero potenciados. Mi vieja en ese momento, había logrado dejar algo suyo en mí, algo que se perpetuará y que nadie podrá arrebatar: su música y de su mano, un ideal.
El 9 de Julio del 2003, el Kirchnerismo organizó un acto conmemorativo por el Día de la Independencia, que no me voy a olvidar ni aunque me hagan una lobotomía. Hacía frío y yo, que estaba en séptimo grado, tenía que estudiar la historia de Grecia. Recuerdo bien que con Isabel nos metimos en el cuarto de mis hermanos, nos tapamos con un acolchado en una cama de una plaza, prendimos la tele y nos fumamos todo el acto, que más que acto era un festival; una fiesta para todos y todas, y no lo sabríamos hasta años después, para todes también. Ahí mismo, como en cada acto oficial, tocó mi dúo predilecto; Heredia-Gieco en la puerta de la Casa Rosada. Una Casa Rosada pogueada, sin vallas y sin olor a represión.
El Flaco lo había entendido a la perfección. Lxs Argentinxs habíamos sido tan bastardeadxs, que necesitábamos mimos y un poco de Nac&Pop. Necesitábamos firmeza y determinación, pero no hablo de la firmeza que te acalla y rebaja, sino de esa que se planta y te baja un cuadro de un ex presidente de facto, de esa que hace que te pares solo, vos y tu cuerpo, delante de un batallón de las Fuerzas Armadas y les digas en la cara que no ‘les’ tenés miedo, aunque estés cagadx en las patas. Necesitábamos un poco de esperanza y un poco de inclusión. De esas que, con convicción, abrazan a las madres de la plaza y si se puede, hasta se circula con ellas, porque así, el 'nunca más', se vuelve veraz.
Altos cojones ese pingüino; llegar para tomar las riendas de un país prendido fuego con un sueño debajo del brazo y devolvernos la ilusión. Y eso para mí es signo de admiración.
Te extraño pingüino. Ocho años y te extraño más que nunca.
Te regalo esto, como vos me lo obsequiaste a mí: 




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