- Pepito: "Lluvia Hay En Tus Ojos" -

23:34


Hoy llueve… Llueve torrencialmente…
Desde que desperté supe cómo sería… Supe que algo iba a ir mal.
Siempre fue así, al menos en mi caso.
No es una simple y tonta superstición, aunque me encantaría que lo fuera, pero no puedo considerarlo como tal si mi experiencia en la vida siempre me demostró que los días de lluvia no son los míos.
De hecho, sin ir más lejos, mis peores recuerdos son de días grises y torrenciales e incluso hasta de chubascos insignificantes.
Mi primera imagen consciente tomando helado apareció a mis cuatro años… No sé si ya antes alguna vez había tomado alguno; sólo recuerdo la euforia por la nueva experiencia y cómo olvidar la lluvia que hizo estragos de mi helado y logró que terminara esparcido en mis manos, ensuciándome por completo.
Otro gran recuerdo invadido por la lluvia tiene que ver con mi primer día de clases. Me desesperaban las ganas de ir al baño, y escuchar el sonido de las gotas cayendo… Bueno, no fue muy alentador
Y así tengo varios momentos más para iluminarlos: mis papás se divorciaron un día de lluvia, yo me casé un día de lluvia y también me separé un día de lluvia. Todavía tengo miedo de cruzarme con ella si el pronóstico anuncia tormenta, así que por las dudas, siempre chequeo el servicio meteorológico nacional si me dice de vernos.
Si de supersticiones hablamos, no tiene lógica -se dice que caminar bajo la lluvia trae buena suerte– aunque lógica y superstición no son palabras que compatibilicen. El punto es que por más de que intente pensar en positivo, conmigo siempre falla y la lluvia no me beneficia.
La pregunta del millón es ¿por qué? Se dice que la lluvia favorece a la agricultura, a la disminución de contaminantes en el aire, a la recarga de cuerpos de agua… -Sí, Wikipedia- ¡Pero es que yo tengo la puta suerte de que a mí me sale todo mal!
A mí me llueve en casa -y sí que puedo dar fe de que mi casa es de esas en que el corazón es enorme y la casa es todo lo contrario- y las cacerolas se convierten en baldes invasores. Soy de los que salen a la calle y se mojan más por pisar baldosas flojas que por la lluvia; ni hablar de los paraguas que se me rompen, las zapatillas que son de lona, el auto cerrado con la ventanilla baja, el pucho que se me apaga con la gota violenta… ¡Sí! ¡Todo mal!
Igualmente sé que éstas son cosas mínimas, pero está claro que soy un tipo que a la primera de cambio, entre tantas malas, se frustra fácil.
Y la verdad es que envidio a esa clase de gente que ama la lluvia, su olor y la tierra mojada. Detesto que incluso logren relajarse. Simplemente no les creo. Porque donde ellos ven y perciben eso, yo sólo denoto humedad, frío, pegote, molestia, mal humor.
Algunos me dicen que veo la mitad del vaso medio vacío. Qué sé yo. Vaso medio lleno o vaso medio vacío, matemáticamente hablando, es una mitad al fin y no un entero. En fin, ya dije, no me llevo bien con el agua.
Pese a todo esto, los días de lluvia sí generan algo positivo en mí. Son días que me producen nostalgia. Son días que me remueven y entonces el clima me obliga a reflexionar… Pasado, presente y futuro…
Hoy el cielo derrama lágrimas de cocodrilo. Aquellas que yo no pude… Al fin y al cabo, siempre me dijeron que el tiempo todo lo cura. Quizá no estaban tan errados después de todo.


Saludos,
Pepito.

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